Esta obra es un viaje, un tránsito, un descenso. A través de las luces y las sombras. Rocío Molina, guiada por su baile –que es intuición y materia-, nos precipita en el silencio, la música y el ruido de territorios desconocidos.
Lo palpable y lo que se oculta a nuestros ojos se materializan en su cuerpo. Baila y establece una relación diferente con el suelo. Su baile nace entre sus ovarios y esa tierra que patea, convertido en la celebración de ser mujer.
El flamenco que propone en Caída del Cielo ahonda en sus raíces y al mismo tiempo las enfrenta, colisionando con otras maneras de entender la escena y con otros lenguajes, en una expresión sin domesticar.
Este descenso o caída es el viaje sin retorno de una mujer, pero Rocío no nos conduce ante la imagen invertida de El ángel caído, como le ocurrió a Dante en su Comedia, sino que nos lleva a un espacio de profunda libertad. En el camino se quiebra el alma, sumergida en un mar denso y opaco, en un paisaje oscuro plagado de luciérnagas que nos elevan hacia paraísos oscuros.
Esta obra es un viaje, un tránsito, un descenso. Desde un cuerpo en equilibrio a un cuerpo que celebra ser mujer, inmerso en el sentido trágico de la fiesta.
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